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Historia de La Reconexión
     El Doctor Eric Pearl ha suscitado el interés de los médicos y de los investigadores más importantes en todo el mundo.
Durante los años 1980 y 1990, Eric Pearl, doctor en Quiropráctica en 
el Cleveland Chiropractic College de Los Angeles, dirigió uno de los 
centros más importantes en Quiropráctica en esta región. En el mes de 
Agosto de 1993, descubrió que poseía un “don” inusitado. Tras 12 años de
 práctica, este don se transformó rápidamente en un instrumento de 
curación de otro tipo: el canal a través del cual fluye la sanación.
Gradualmente fue dejando la quiropráctica, ya que las actividades 
(seminarios y consultas) relacionadas con su su “don” fueron creciendo. 
Ayudaba a gente con todo tipo de enfermedades, tumores malignos, 
enfermedades relacionadas con el SIDA, el síndrome de la fatiga crónica,
 las malformaciones de nacimiento y la deformidad de los huesos.
Llamado también el “Quiropráctico de las Estrellas” ha adquirido el 
estatus de doctor brillante y muy popular. El hecho de haber estudiado 
con maestros como el Dr. Virgil Chrane y el Doctor Carl Cleveland, ha 
permitido que el Dr. Pearl sea uno de los pocos terapeutas, que a la 
quiropráctica tradicional le haya incorporado técnicas originales 
procedentes de una antigua tradición que ha resucitado del olvido.
Tanto a nivel informal como clínico, los pacientes (¡y los médicos!) 
han sido testigos de sanaciones que se producían cuando Eric colocaba 
simplemente sus manos cerca de ellos.
¿Por qué yo?
Si estuviera sentado sobre una nube mirando el planeta para encontrar
 una buena persona a quién otorgar uno de esos dones, de los más raros y
 de los más buscados en el universo, no sé si alargaría mi brazo más 
allá de las distancias infinitas para apuntar con mi dedo, en medio de 
la multitud, a un chico como yo y exclamar: ”!Él! Es él! Es él, quién 
debe tener ese don.”
Quizás sea necesario explicar cómo sucedió exactamente. Tuvieron que 
pasar más de doce años hasta que fundé la más importante clínica de 
quiropráctica de Los Angeles.
Tenía tres casas, un Mercedes, dos perros y dos gatos. Todo hubiera 
sido perfecto si hubiera sabido gestionar mejor mi dinero y mi consumo 
de alcohol. También tuve que poner fin a seis años de relación Pero el 
Prozac me ayudó mucho a superar aquellos momentos.
Seis meses más tarde, me encontraba en la playa de Venice, en 
California, con mi ayudante. Ella insistió en que me leyera las cartas 
una adivina judía jitana la playa. “No quiero que una adivina me lea las
 cartas en la playa” – contesté tajantemente. “Si esta judia jitana 
fuera realmente competente, la gente iría a su casa; no llevaría su 
mesa, su mantel, sus sillas y todo sus bártulos ridículos a una playa 
abarrotada de gente, con la esperanza de pescar a algunos clientes 
confiados para someterlos a su visión del futuro y menos aun esperar que
 la paguen por este privilegio.”
“La conocí en una fiesta y le dije que iríamos. Me sentiría muy 
avergonzada si no nos leyera las cartas” – me contestó mi ayudante y 
–añadió- que la señora ofrecía lecturas por 20 dólares y también por 10 
dólares. Mirando a mi ayudante a los ojos entendí que era inútil 
protestar. “De acuerdo” – refunfuñé, llevaba 10 dólares en la mano y 
sabía que era la mitad de lo que nos quedaba para la comida del 
mediodía. Caminé enérgicamente hacia la mujer, me senté en su silla 
plegable y le tendí mis 10 dólares pensando que ya tenía hambre.
A cambio de mi dinero, recibí una interpretación del presente 
aceptable y me gustó oír como ésta adivina judía gitana me llamaba 
“Bubbelah” (diminutivo judío que significa “pequeño chico”). Cuando se 
iba me dijo: “Además, ofrezco tratamientos personales que unen las 
líneas de los meridianos del cuerpo a la red energética del planeta, lo 
que nos vuelve a poner en contacto con las estrellas y los planetas”. Me
 comentó que como sanador era algo que necesitaba.” Y me aconsejó leer 
“el libro del conocimiento: las claves de Enoch”. Intrigado, le pedí 
cuánto costaría ese tratamiento. Me dijo: ”333 dólares” a lo cual 
contesté: “No, gracias”.
Hubiera podido ser el final de la historia con la cartomántica pero 
los caminos de la mente son misteriosos. No podía quitarme sus palabras 
de mi cabeza. Al mediodía, cogí los últimos minutos de mi hora de 
almuerzo para ir a la librería esotérica de la zona a hojear el capítulo
 3.1.7 del Libro del conocimiento: las llaves de Enoch. Este capítulo 
habla sobre las líneas axiatonales. La lección más importante que recibí
 ese día, fue que descubrí que si existe una obra escrita para no ser 
leída rápidamente tenía que ser aquella. Sin embargo, ya había leído 
bastante. Y lo que había leído, iba a obsesionarme hasta tal punto que 
me resigné a romper mi hucha y llamar a esa mujer.
El tratamiento se daba en dos sesiones y en dos días de intervalo. El
 primer día le di el dinero y mientras me acostaba en una camilla, me 
decía a mí mismo que jamás había hecho algo tan tonto. ¿Cómo había 
podido dar 333 dólares a una perfecta desconocida para que dibujase 
líneas sobre mi cuerpo con sus dedos? Pensaba en todo lo que hubiera 
podido hacer con ese dinero, cuando repentinamente, tuve la inteligencia
 de reconocer, puesto que se lo había dado ya, que era mejor dejar de 
quejarme y prepararme para recibir lo que podía ocurrir. Entonces, me 
quedé tranquilo, listo y receptivo. No sentí nada, absolutamente nada. 
Al parecer, podía ser el único en la habitación en tener aquella 
certeza. Y como ya había pagado la segunda sesión, debía volver el 
domingo para la segunda parte del tratamiento.
Esa noche, sucedió una cosa muy extraña. Hacia una hora que dormía 
cuando me despertó mi lámpara de noche (lámpara que tengo desde los diez
 años) la cual se encendió repentinamente. Cuando abrí los ojos, tuve la
 fuerte sensación que había alguien en la casa. Cargado de valentía con 
un cuchillo, un aerosol de pimiento y mi Doberman, registré toda la 
casa. Nadie. Volví a la cama con la extraña sensación que no estaba 
solo, que alguien me observaba.
A primera vista, la segunda sesión empezó casi como la primera. Pero 
el parecido se terminó aquí. Mis piernas no estaban tranquilas. Tenían 
el síndrome de “las piernas locas” que pasa de vez en cuando en medio de
 la noche. Enseguida esa sensación de baile de San Vito se adueñó de mí;
 tenía escalofríos por todo el cuerpo. Me quedé acostado con dificultad.
 Aunque las ganas de levantarme fueran muy fuertes para quitarme esa 
sensación fuera de mis células, no me atreví a moverme. ¿Por qué? Porque
 había pagado 333 dólares y quería lo mío ¡esa era la razón! Un momento 
más tarde todo había terminado. Era un día caluroso del mes de agosto y 
en la habitación no había aire acondicionado. Estaba muerto de frío y 
los dientes me castañeaban mientras esa mujer se apresuraba a taparme 
con una manta. Me quedé así cinco minutos hasta que mi cuerpo volvió a 
recuperar su temperatura normal.
Había cambiado. Ignoraba lo que me había pasado y no hubiera podido 
explicarlo. Pero sabía que no era la misma persona que antes. No sé muy 
bien como, pero volví a mi coche y me fui hasta mi casa como si mi coche
 supiera el camino. No me acuerdo de nada del resto del día. Lo único 
que sé es que, al día siguiente, estaba en el trabajo y la odisea 
empezó.
Tenía la costumbre de pedir a mis clientes que se quedaran de 30 a 60
 segundos en la camilla después del tratamiento para permitir que su 
cuerpo aceptara el nuevo alineamiento de las vértebras. Siete de los 
tratados ese lunes, los cuales me visitaban desde hacía 12 años en mi 
consulta y uno de ellos, una nueva clienta me preguntaron si había dado 
vueltas a la camilla mientras estaban acostados. Otros me preguntaron si
 alguien había entrado en la sala durante el tratamiento porque 
sintieron la presencia de varias personas de pie o andando alrededor de 
la camilla. Tres de ellos tuvieron la sensación de que alguien corría 
alrededor de la camilla y otros dos me confesaron que tuvieron la 
sensación que alguien volaba a su alrededor.
Durante mis doce años de quiropráctico, nadie me había contado algo 
parecido. Y lo curioso es que los siete me describieron el mismo 
fenómeno el mismo día. Ocurría algo extraño. Además de los comentarios 
de mis clientes, mis empleados también me dijeron: “Tiene un aspecto 
diferente. Su voz suena diferente. ¿Que le ha pasado durante el fin de 
semana?“ No iba a decírselo. “Oh, nada” contesté, preguntándome que 
había ocurrido durante el fin de semana.
Mis pacientes me comentaban que sabían con anticipación donde les iba
 a poner las manos. Las podían notar a unos centímetros de su cuerpo. Se
 convirtió en un juego el ver cuan acertados estaban al saber donde les 
iba a colocar las manos. Pero se convirtió en más de un juego cuando 
empezaron a recibir sanaciones. Al principio, los pequeños dolores 
desaparecían. Al parecer, los pacientes venían por la quiropráctica, 
entonces realizaba el tratamiento correspondiente, y después les pedía 
que se quedaran acostados y con los ojos cerrados hasta que les dijera 
de abrirlos. En esos instantes, aprovechaba para colocar mis manos por 
encima de su cuerpo. Cuando se levantaban, el dolor había desaparecido y
 querían saber lo que había hecho. Siempre les respondía: “Nada, y no 
hable con nadie de esto” Era tan eficaz como confiar un secreto a 
alguien y pedirle que no lo contara a nadie.
La gente empezó a llegar de todas partes para las sesiones de 
sanación. No entendía mucho lo que ocurría. Por supuesto, quería hablar 
con la mujer que me reconectó con estas líneas axiatonales. “Tiene que 
proceder de algo que está en usted. Quizás la experiencia de vida que 
tuvo después de la muerte de su madre, en el momento de su nacimiento, 
tiene algo que ver con eso”, dijo y añadió, “no conozco a nadie que haya
 reaccionado de esta manera. Es fascinante” Fascinante. Al parecer estas
 palabras querían decir que tenía que ir por mi cuenta.
A principios de octubre, aparecieron manifestaciones físicas de mi 
transformación. Una clienta sufría de una degeneración ósea severa de 
las rodillas, desde su infancia. Puse mis manos encima de su rodilla. Y 
cuando las quité, su rodilla estaba mejor pero mis manos estaban 
cubiertas de minúsculas ampollas que desaparecieron a las tres o cuatro 
horas. Este tipo de inflamaciones me ocurrieron varias veces. Cada vez 
que las tenía, todo el mundo en el edificio venía a verlo. (podía haber 
cobrado los derechos de entrada). Luego, un día, la palma de mi mano 
empezó a sangrar. No es broma. La sangre no salía como se ve en las 
películas religiosas o en los periódicos, a borbotones. Más bien, era 
como si hubiera una aguja clavada en mi mano. Pero igualmente era 
sangre. La gente de mi alrededor, me dijo que era seguramente una 
iniciación. “¿A qué?” pregunté. Y ¿Como lo sabían? ¿Por qué no lo sabía?
 ¿Quién lo sabía?
Empieza mi búsqueda
En noviembre, fui a ver a un famoso vidente. Me perdí por el camino y
 llegué a la cita sin aliento y con media hora de retraso (como de 
costumbre). Entré a toda prisa, me senté en una silla e hice como si no 
notara que estaba enfadado. Aquel tipo de mirada que tienen las personas
 estreñidas y las personas celosas. Aquella que nos recuerda las 
lecciones que no nos han dado sobre las virtudes de la puntualidad y que
 nos hace dudar del valor de ser humano. Estaba convencido que en sus 
días libres, este hombre pedía firmas para que los retrasos en la 
escuela fueran merecedores de castigo. Este encuentro iba a ser un 
desastre, estaba convencido.
Con gran profesionalidad, tiró las cartas sin mostrar ninguna señal 
de cordialidad o de compasión. Analizó las cartas y me miró directamente
 a los ojos con una expresión que podía denotar interrogación o amenaza y
 me preguntó: “¿Qué hace usted para ganarse la vida?” No sé lo que 
pensarás pero a 100 dolares la hora, pensaba que era él quien tenía que 
decírmelo, pero me callé. “Soy quiropráctico” dije tranquilamente sin 
revelar nada que pudiese influir en su interpretación. (Ni siquiera le 
había dicho mi apellido cuando solicite mi cita). “Oh no, es mucho más 
que eso” dijo “algo le pasa a sus manos y la gente se cura. Lo veremos 
en la televisión” y añadió “y la gente vendrá de todas partes a verle.” 
Era la última cosa que pensaba oír de su boca. Después, añadió que 
escribiría libros. “Déjeme decirle algo” le contesté concienzudamente, 
“si hay algo de lo cual estoy seguro, es que nunca escribiré ningún 
libro”
Los libros y yo nunca nos habíamos llevado bien. En toda mi vida, 
solo había leído dos libros y aun no había acabado el segundo. Pero mi 
vida iba a sufrir otros cambios. Videntes, curanderos, canalizadores, 
chamanes venían todos los días a verme. Llegaban de todas partes para 
decirme que durante sus meditaciones, habían recibido el mensaje de 
cooperar conmigo sin remuneración ninguna. Mi historia de amor con el 
alcohol volvió a ser una amistad ocasional: un vaso y medio para la 
cena, de vez en cuando. Nadie estaba tan sorprendido como yo mismo.
Lo más extraño aun no había sucedido: mi dependencia de la televisión
 se terminó repentinamente y fue reemplazada, puedo decirlo, por los 
libros. Era insaciable. Devoraba todos aquellos libros que trataban de 
filosofía oriental, de la vida después de la muerte, de canalizaciones e
 incluso aquellos que trataban sobre los extraterrestres. Cuando me 
acostaba por la noche, mis piernas no paraban de moverse. Tenía la 
sensación que mis manos estaban permanentemente en posición de 
recepción. Me zumbaba la cabeza y me silbaban los oídos. Más tarde, oí 
sonidos e incluso lo que parecía ser una coral.
Me decía a mí mismo: “Me he vuelto loco.” Ya se sabe que se empieza 
por oír voces cuando uno se vuelve loco. Yo oía coros. ¿Podría haber 
oído simplemente, un zumbido o la voz de una persona o incluso de un 
coro de niños? ¿Por qué tenía que ser un coro de ópera al completo? En 
cuanto a mis pacientes, distinguían colores azules, verdes, lilas, 
dorados y blancos, hermosos y exquisitos. Los conocían bien estos 
colores pero afirmaban nunca haber notado esos matices anteriormente. 
Uno de ellos trabajaba en la industria del cine y me contó que los 
colores que veía no podían ser de este mundo. Según él, no se hubieran 
podido reproducir ni con la tecnología actual.
Oh, si! mis pacientes habían visto ángeles. Como los ángeles están de
 moda, no prestaba demasiada atención a aquellas historias de ángeles, 
hasta que mis pacientes empezaron a contarme las mismas historias y a 
usar los mismos nombres. No se trata de ángeles famosos como Miguel o 
Ariel o ni siquiera de Moisés o de Buda aunque muchos digan haber visto a
 Jesús. Hablamos de nombres como Persília o Jorge. Jorge se aparece a 
los niños y a los que se ponen nerviosos con la idea de ver un ángel. 
Jorge se aparece con la forma de un loro de colores para después 
transformarse en un amigo. Me han contado que Jorge se aparece en los 
momentos de estrés.
La primera persona que vio a Jorge fue una niña de 11 años llamada 
Jamie. Su madre la había traído desde Nueva Jersey porque sufría de 
escoliosis, la desviación de la columna vertebral. Al final de su 
tratamiento, Jamie me dijo: “He visto un pequeño loro de colores y me ha
 dicho que se llama Jorge. Luego ya no era un loro ni siquiera era una 
forma de vida.” Había dicho una forma de vida. ¡Vaya expresión para una 
niña de 11 años! Y añadió: “Después, se ha convertido en mi amigo.”
En los siguientes dos o tres meses, mis pacientes me contaron otras 
apariciones de Jorge. Ninguno de ellos podía saber la existencia de 
Jorge pues no les había explicado nada sobre los nombres de los ángeles o
 bien de sus descripciones para no influirles en sus experiencias. 
(Incluso aquí, he cambiado los nombres de Jorge y de Persilia para 
proteger a estas personas)
Después de su tercer tratamiento, Jamie regresó a Nuevo Jersey, 
aunque su columna no estuviera totalmente curada. Después hemos hablado 
alguna que otra vez. Todo parece ir bien y aun recibe de vez en cuando 
la visita de Jorge.
Sin embargo, Persilia da mensajes más específicos. Se aparece e 
informa de sanaciones a la gente. Luego les dice que tendrán que 
explicarlo en la televisión. Supongo que podríamos llamarla nuestro 
ángel de las relaciones públicas.
La primera persona que vio a Persilia fue una señora de Oregon 
llamada Michelle. Michelle me había visto en una entrevista en una de 
mis primeras apariciones en la NBC. En aquellos tiempos, Michelle pesaba
 unos 40 kilos y sufría del síndrome de fatiga crónica y de 
fibromialgía. Tenía poco apetito y dificultades para tragar. Era incapaz
 de levantarse de una silla y de ir sola al servicio. Para poder 
soportar sus dolores, se ponía bajo el agua caliente de la ducha cuatro 
veces durante la noche. Si quería llevar a los niños de visita a su 
madre que vivía a una hora de camino, tenía que quedarse en la cama de 
su madre durante tres días antes de poder volver a su casa. Era 
totalmente incapaz de trabajar a jornada completa. Además, su hijo de 
seis años tenía que preparar la cena para su hermano de tres: bocadillos
 de crema de cacahuete.
Michelle, como la mayoría de mis pacientes, no había visto ni oído a 
ningún ángel antes. Necesitó tres días para saber el nombre del ángel. 
Persilia le dijo que se curaría y que iría a contarlo en televisión. Más
 o menos un año después, ella y yo estábamos invitados a una entrevista 
televisada. Michelle estaba contenta y tenía los ojos llenos de 
lágrimas. Casi había vuelto a su peso normal y tenía una cara radiante 
de salud. Trabajaba a jornada completa y hacía regularmente ejercicio. E
 incluso podía preparar la cena para su familia cada noche. Ya no comían
 bocadillos de crema de cacahuete.
Los pacientes veían a otro visitante: un hombre con bigote y los 
cabellos blancos. A veces, vestía con bata blanca y otras veces, llevaba
 una capa con capucha.
Debbie era madre de tres niños y vivía en el sur de California. Fue 
la primera que vio a este ángel (No sabemos su nombre). En marzo de 
1995, se le diagnosticó un cáncer de páncreas en fase terminar, del 
mismo tipo que nos dejó sin el actor Michael Landon. Le habían dicho que
 le quedaba unos dos meses de vida. Durante sus visitas, Debbie salió de
 su cuerpo y viajó a través de un túnel donde vio luces azules y 
turquesas para luego ser abrazada por una luz blanca. Debbie conoció al 
hombre con el pelo blanco en sus dos formas. La primera vez, llevaba la 
capa y la capucha. Le tocó la muñeca y le envió una corriente de energía
 al interior de su cuerpo. Después, la saludó y la dejó ante una luz 
intensa acogedora. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Después, se 
encontró de nuevo en un túnel viajando a través de la galaxia y 
sintiendo que su cuerpo se desprendía de algo por los pies y por la 
cabeza.
En la segunda o tercera visita, el 80% del tumor inoperable de Debbie
 había desaparecido. A los ocho meses sus médicos decidieron operar y 
quitarle el 20% que quedaba. Pero antes del día de la operación tuvo una
 sesión del tratamiento, y un día y medio más tarde, fue al hospital 
para que la operaran. Pero después de algunas pruebas, la hicieron 
volver a casa. La operación se había anulado. Al parecer, durante el día
 y medio que siguieron a nuestro encuentro, el tumor había desaparecido 
totalmente, quedaban solo las cicatrices.
Un detalle interesante, Debbie había venido a verme en noviembre. 
Durante ese encuentro, había notado gotas de agua cayendo por el lado 
derecho de su cara. Después de eso, el hombre con bigote y pelo blanco 
apareció por segunda vez. Esa vez, llevaba una bata blanca que flotaba 
en el aire. Luego, se puso a volar.
Ocurre muchas veces que mis pacientes ven médicos reunidos que llevan
 batas blancas; se ponen de acuerdo y guían las sanaciones. Hablan pero 
nadie puede oírlos. Otra aparición bastante común es la de una joven 
nativa americana que pone una cinta de piel decorada con cuadrados 
pequeñitos y brillantes en la frente de mis pacientes. A menudo, un 
hombre nativo americano entra y se queda de pie en la habitación, no 
sabemos si es un jefe o un chaman. Otro visitante es un hermoso ángel 
que lo describen con una gran altura y tiene unas alas muy grandes de 
plumas blancas. Me comentan que se queda detrás de mí con las manos a mi
 alrededor, mirando por encima de mi espalda y guiando silenciosamente 
mis manos. Muchos de estos ángeles desprenden un olor de perfume de 
flor, de incienso o de hierbas como el romero.
Entonces ocurrió la historia de Jered. Jered tenía cuatro años cuando
 vino con su madre por primera vez. Llevaba aparatos ortopédicos en las 
rodillas y no podía moverse sin ellos. Sus ojos miraban en todas las 
direcciones pero aun parecían capaces de fijar el vacío. Las palabras no
 salían de su boca pero le salía la saliva a borbotones. La luz de Jered
 se reducía a una expresión de vacío que no dejaba brillar al ser 
magnífico que tenía que haber ocupado ese cuerpo.
Jered perdía la capa de mielina de su cerebro donde los impulsos 
nerviosos se comunican. Tenía unas cincuenta crisis de epilepsia al día.
 Los medicamentos habían reducido esas crisis en dieciséis al día. 
Mientras estaba acostado en la camilla, inmóvil y casi sin vida, su 
madre me dijo que en el último año, lo había visto debilitarse 
rápidamente sin que pudiera hacer nada por él. A esta primera consulta, 
no traía al niño que había conocido sino lo que podía describir como una
 “ameba”.
En esta primera sesión con Jered, cuando mi mano se acercaba al lado 
izquierdo de su cabeza, él sentía su presencia y trataba de cogerla. 
“Mire, sabe donde esta su mano. Intenta cogerla. Nunca había hecho esto ”
 dijo su madre sorprendida y llena de esperanza; “es en esta parte de la
 cabeza donde ha desaparecido la capa de mielina” añadió. Jered se 
volvió tan activo durante el encuentro que su madre tuvo que sentarse 
con él en la camilla para cogerle delicadamente las manos y cantarle 
canciones como solo lo sabe hacer una madre. Su canción preferida era 
“Twinkle, Twinkle Little Star”. (Brilla, brilla pequeña estrella). Desde
 su primera visita, los ataques de Jered cesaron totalmente. Después, en
 la segunda sesión, vimos a Jered coger el pomo de la puerta y girarlo. 
Su vista había mejorado y ya era capaz de fijar los objetos. Un día 
cuando salía del despacho, señaló un ornamento floral que se encontraba 
en la recepción y dijo sonriendo: “flores”. Todo el mundo tenía lágrimas
 en los ojos.
Aquella noche, se oyó a Jered recitar las letras del alfabeto con 
Vanna White cuando miraba “la rueda de la fortuna” en la televisión. Y 
después, cuando se iba a la cama, este pequeño querubín, antes mudo, 
miró a su madre y dijo: “Mama, cántame una canción.” Cinco semanas más 
tarde, Jered volvió al colegio y jugó fútbol. ¿Jered había visto a un 
ángel? Nunca me lo dijo pero creo que sí. Este ángel lo acompañaba 
durante sus idas y venidas a las citas, se sentaba junto a él y le cogía
 delicadamente las manos y le cantaba “Twinkle, Twinkle Little Star” 
como solo un ángel lo pueda hacer.
En ese momento comprendí que tenía que buscar en mi interior para 
encontrar las respuestas a mis preguntas. Mis dos preocupaciones más 
importantes eran: Primero, que no podía predecir las reacciones de una 
persona y por eso, no podía prometerle nada. Segundo, que tenía subidas y
 bajadas de energía imprevisibles que podían durar de tres días a tres 
semanas.
Siempre había sido del estilo “esto puedo controlarlo”, capaz de 
conseguir todo lo que tenía en la cabeza. Mientras los otros tenían la 
posición “esperamos para ver que”, yo prefería dominar, manipular y 
controlar las situaciones. Los obstáculos que parecían insuperables para
 otros eran invisibles para mí pues los arremetía y cumplía con mi 
trabajo. La expresión más molesta para mí era: “si algo tiene que 
ocurrir, ocurrirá.” Si quería que algo sucediese, hacía todo lo 
necesario para que sucediera y no dejaba a los fatalistas ponerse en 
medio. Imagínaros mi sorpresa, cuando he comprendido finalmente que si 
quería que el proceso de sanación se acelerase, tenía que parar de 
encabezar el baile y salir de en medio. Tenía que dejar actuar a un 
poder superior. “¿Quién dice eso?” Pensé, “Yo no, desde luego.”
Sin embargo, este era el caso. No sólo la energía sabía dónde 
dirigirse y que hacer sin mis instrucciones sino que cuanto más me 
eclipsaba más fuertes eran las reacciones. Las sanaciones más 
importantes ocurrieron cuando pensaba en mi lista de la compra. ¡Qué 
cosa más increíble!
“Recibe, no mandes.”
“¿Quién ha dicho eso?” Me pregunté, buscando en los rincones de mi 
mente como si pudiera encontrar algún indicio. “Ha elegido a la persona 
menos indicada para dar ese tipo de consejo.” Mi ego no entendía nada 
“Apártate del camino y deja que un poder superior te guíe.” Nada de esto
 tenía sentido para mí. ¿Cómo puedo transmitir estas sanación a la gente
 si no las mando?
“Recibe, no mandes.”
“Ya le he oído la primera vez. Ahora, conteste a mi pregunta”, repliqué mentalmente.
Silencio (El silencio realmente consigue fastidiarme a veces)
Entré con el siguiente cliente esperando no darle un mal servicio y 
que no pudiera notar la vacilación y el desconcierto de mi mente. Empecé
 por poner mis manos sobre sus pies con las palmas abiertas. Recibí la 
respuesta de la paciente a través de mis manos y la recibí del cielo por
 encima de mi cabeza: estaba lleno de amor, humilde y desconcertante. 
Era extraño. Luego vi la paciente reaccionar, todo iba bien.
En ese momento había abrazado la idea aunque no la había entendido 
totalmente hasta ahora. Yo no soy el sanador, solo Dios lo es, y por 
alguna razón, yo soy el catalizador, el canal o el amplificador, es 
decir, que formo parte del proceso.
La sesión había terminado. La paciente había visto los mismos colores
 espectaculares y había distinguido los mismos sonidos que los otros 
pacientes. También había visto dos ángeles descritos otras veces en el 
proceso de sanación. Sus dolores, una mezcla de síndrome de fatiga 
crónica, de fibromialgia y de colitis habían desaparecido. Aunque su 
vida no estuviera amenazada hacía más de ocho años que sufría esa 
situación. Se levantó de la camilla y dijo: “¡Gracias!”. Y contesté: “no
 me lo agradezca, no he hecho nada.” Y me dijo “por supuesto que ha 
hecho algo aunque no lo entienda. No hubiera pasado nada si no hubiera 
acercado sus manos sobre mí.”
Me dije a mí mismo: “Quizás esta persona sentada en la nube no 
cometió ningún error después de todo. Quizás recibí este don porque no 
llevo grandes ropas ni turbantes porque no cuelgo tapices ni quemo 
incienso porque no ando descalzo mientras como en tazones de tierra con 
palillos. Quizás sea porque soy accesible y hablo de manera simple. O 
quizás porque invento todo tipo de maneras para explicar las cosas que 
casi no puedo aentender.”
“¡Es así!”, le dije a mi paciente mientras pensaba en una analogía 
fácil para una joven, cuyo concepto de sincronismo espiritual sería que 
“Melrose Place” significara a la vez, el nombre de la calle donde estaba
 mi consulta en Los Ángeles y el nombre de su programa preferido de 
televisión. “Es cómo si acabaras de tomarte una deliciosa taza de 
chocolate frappé y se lo agradecieras a la pajita.”
Mi clienta se puso a reír.
Creo que los dos lo habíamos entendido.
Eric ha aparecido internacionalmente en muchos programas de 
televisión. Las sanaciones de sus pacientes han sido documentadas en 
seis libros hasta la fecha: Hot Chocolate for the Mystical Soul; Chicken
 Soup for the Alternatively Healed Soul; More Hot Chocolate for the 
Mystical Soul; Hot Chocolate for the Mystical Teenage Soul; Are You 
Ready for a Miracle with Angels? Y el libro de Eric Pearl La Reconexión:
 Sana a Otros, Sánate a ti mismo (Ediciones Obelisco).
    
Fuente:
 http://lareconexion.com/historia-de-la-reconexion/